un poeta te presta temporalmente sus ojos para ver el mundo que lo inspira,
que ama, que desea, que contempla, que teme, que desteje en metáforas,
un mundo que escucha dentro de otro mundo, dentro de otro mundo, dentro de otro mundo
como una leve sonoridad que en principio no comprende, pero que nació para amar
un poeta es más que un escritor que ordena hermosamente las palabras
es un hueco en la carne y la carne en los bordes de ese hueco
sin
posibilidad de cicatrizar: donde el cosmos encuentra la manera de hacer su música redentora
ser poeta
es enraizar una parte de lo inmenso, vibrante, en lo efímero del cuerpo, que sin romper el delgado aire que anima la existencia,
conoce la endeble fragilidad de la misma -sí-
tanto como su hermosura
sentir el dolor sin mediatizar su impacto, dejarlo hacer su trabajo de parto -sentirlo así- traspasa el patio trasero de casa y su dolor ya no es propio,
sino que es el dolor de otros también, y esa clase de dolor se respeta, se acompaña
escribo
con tinta de mar para conjurar remedios antiguos, abrigada solo en la luz de las amapolas
sobre la baba translúcida de un caracol que escapa demasiado lento, pero con ritmo elegante, por la ventana del torreón
dentro de la piel blanca y vieja de una cala, para limpiarme las hojas muertas del alma y dar de beber lo que conozco más profundamente
¿sabías que cada árbol toca una canción diferente con sus ramas?
¿y que la tormenta se empapa en el canto borracho de los zorzales sobre la madrugada?
hay un llamado que el poeta escucha -que no está revelado, pero que promete ser revelado- con una insinuación dolorosa,
incomprendida, inacabada: esa es la expiación que la bestia clama, reclama, proclama
y
que le es sólo otorgada cuando se anima a olvidar el camino que la cose al pasado,
a dejar la adoración por la superficie siniestra y dejarse devorar centimetro a centimetro por el alma del Poeta