Me gusta retirarme; aunque sea unos minutos al día,
me bajo del mundo y de sus urgencias.
Caminar por la ciudad sin rumbo,
tomar aire dulce debajo de algún tilo florecido
o quedarme sola,
mirando a través de la ventana de mi estudio,
como van y vienen los zorzales en busca de alimento.
Y así, sin premeditarlo dejo correr un río delgado debajo de mis ojos.
A veces es delicado, invisible, otras se parece a un arroyo oscuro y caudaloso.
Son curativas,
reveladoras y renacedoras.
Sé que al dejarlas salir van a transportar hacia el pecho,
el dolor que está allí almacenado en algún hueco no visto del alma.
Cuando
las lágrimas brotan, el ojo queda más despejado,
más disponible para recibir luz y curar lo que tenga que ser curado.
Si estás en una zona frágil de la vida, quizá sea tiempo de llorar,
quizá sea tiempo de orar sin decir, de abrir puertas escondidas,
de limpiar toda la pus contenida o de expresarte como puedas,
simplemente.
Las lágrimas
curan, abren y renuevan los ojos.
Cuando la vulnerabilidad está presente,
lejos de pretender taparla, negarla o sentirte avergonzado/a,
tienes que saber que es desde allí que tu verdadera fortaleza viene a contenerte.
Desde ese dolor florece una nueva comprensión.
Y las lágrimas son las que abren el camino.