1974
escribo para esas personas
que no pretenden brillar:
pero que saben ser una luz
en la noche de alguien.
No siempre fui feliz, no siempre experimenté el abrigo amoroso de un abrazo o la cercanía afectuosa que inspira la alegría y la confianza por existir. He recibido cachetazos; de los que duelen en la cara y de los que rasgan los hilos del corazón. También aprendí a desarmarme los miedos a risas.
Tuve ganas de morir muchas veces. Quise apagar esa angustia de existir a medio vivir, pero no tuve éxito. Puedo decir que fui afortunada. Me he odiado con esmero, pero no fui correspondida por mi Ser. Ahí también he sido muy afortunada. Los paisajes en los que me hundí fueron solitarios; ahí aprendí a escuchar. Hubo ausencias; ahí recibí mi oración de cuna: el mar.
No había. Y porque no había: encontré. La imposibilidad en la que crecí, fue mi posibilidad. ¿Suena raro no?. Fue la imposibilidad, que posibilitó lo «imposible». Experimenté tempranamente (y experimento) la ignición de los celos, la soledad, la putrefacción de la envidia, la soberbia de creerme poco, muy poco y en ocasiones, mucho; da igual. Eso es soberbia. Aún queda voluntad propia para disolver; esa arruga de orgullo tan bien conservada, ya se ha gastado mucho.
Hoy, puedo decir con una serena certeza, que no vine a esta vida a entenderla o cambiarla en absoluto: sino a amarla.
En la sencillez de saberme viva, de haber hecho de los libros mi familia, de la naturaleza una voz maestra y de la poesía: mi estar en Dios. Desde esa sencillez es tan poco lo que necesito, tan poco…
Me ha llevado tiempo, lo sé y me llevará un tiempo más, pero como dice mi poeta preferida, Mary Oliver:
«Las cosas se toman su tiempo.
No te preocupes.
¿Cuántos caminos siguió San Agustín
antes de convertirse en San Agustín?»
Entonces, no me preocupo Mary…voy a seguir tu sabio consejo.
Escribo, sí. Seguiré escribiendo desde esa misma sencillez abrigada por el mar.
Porque es la manera de hacer que la tierra yerma, florezca.