Ningún cielo parecía estar más limpio, ni más a salvo. Un aire fresco como de jabón blanco se paseaba sobre la bahía de Alfonsina Storni. En los pies de Alfonsina, el mar. A los pies del mar, las cenizas de umpapa.
Nunca había visto las cenizas de una persona muerta. Cuando pesadamente cayeron y fueron alcanzados por la respiración marítima, vi fragmentos de huesos que brillaban como las estrellas. No eran grises. Brillaban sin agredir, como la pureza rítmica de la vía láctea. La fría transparencia del mar los envolvió en su cuerpo de sal infinita. Relucían apacibles. Lo temporal había sido devuelto al Misterio. Al final la vida es eso que no se puede sujetar. Que nos regala, absorbe y trasciende.
Regresé hacia la arena y busqué dentro de mi mochila una botella pequeña de espumante dulce. Lo abrí y brindamos a pleno sol del mediodía por nuestro último instante juntos. Había paz. Estaba sola. Nada parecía estar fuera de lugar. Hasta que algo sacudió mi cuerpo con bastante intensidad. Sin entender nada, vi una lengua rosada, bastante larga, a unos centímetros de mi cara: era Toto. Un adorable perro ruloso. Saltaba sobre mí con una alegría inusual. Parecía decir: ¿no es el día lo suficientemente espléndido para que te quedes acá sentada? ¡vamos a jugar nena, vamos!
Yo estaba confundida, tenía que llorar, no jugar. El dueño le gritaba para sacarlo de encima mío, y Toto parecía tan feliz, tan vital, que no hizo más que regalarme su alegría. Empecé a reír. Seguramente del otro lado será como este día. Otro gran gesto de mi papá.
Hubo tristeza. Hubo dolor. Hubo risa. Hubo hermosura. Hermosura en lugar de cenizas.
Un pedazo de mí había entrado al gran océano.
Ahora conozco el secreto evangelio de los peces.
porque allí también vivo.