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Un jardín durmiente descansa, late, debajo de un cementerio. En medio de la gran ciudad de Buenos Aires hay un lugar que atrae a miles de turistas, curiosos y amantes del arte todos los días. El cementerio de Recoleta está considerado uno de los mejores del mundo y uno de los más visitados. Su exquisita y mágica arquitectura te introducen a una extraña mística -casi en una procesión hipnótica- que puede durar varias horas. Una ciudad enorme de personas muertas, recibe a personas vivas. ¿Tendrán algo para contarnos los sentidos que se escapan como perros hambrientos, en todas las direcciones, imantados por la belleza inusual del lugar?
Muchas leyendas hablan de apariciones fantasmales, de una mujer de blanco que camina al anochecer cuando las puertas se cierran al público. Historias distintas que se cuentan entre los cuidadores del cementerio, atraen a los amantes del misterio.

No fueron esas historias las que me llevaron una vez más a pasear por la ciudad de los ángeles sin pestañas y mausoleos góticos. Sino la paz que sentí la primera vez que fui. Pero esta vez fue distinto. Muchas de las bóvedas -tan afamadas por las distinguidas familias de clase alta de la sociedad porteña- estaban completamente en ruinas. Ni el poder, ni el prestigio, ni el dinero ni la fama parecen tener alguna clase de soberanía sobre el olvido: olvido es morir otra vez y otra vez y otra vez. Me impactó profundamente como yacían sobre los ataúdes sucios, lo que alguna vez fueron flores y hoy son solo ramas huesudas, amarillentas sin ningún vestigio de amabilidad. Los escombros, los cristos rotos, las urnas cascadas, apiladas como cajas, los techos partidos, las puertas de vidrio quebradas, los féretros entre abiertos y cubiertos de tierra y polvo añejado y la luz. La luz del atardecer, la luz del verano entrando por la belleza rota: esto me ha sacudido del cuello. ¿Cómo es posible contemplar belleza entre ruinas?

Me ha sido prometido

Podía mirar

las tumbas rotas,
las cruces desgarbadas,
 
la ausencia de techo
y sus escombros
cubriendo un costoso ataúd de roble,
o dejar
que el azul perfecto del cielo
se fusionara con mis pupilas.
 
¿Estoy dispuesta a recibir el milagro?
 
Mis ojos
se inclinaron ante el tiempo
y lo que puede ser roto, será roto.
 
La perdida,
en primer lugar duele, duele mucho.
Después libera.
 
L

 

Mientras camino, mi aura va recogiendo impresiones .Como una niña que junta caracolas al borde del mar. Casi como un dialogo mis ojos miran las bóvedas destrozadas y los dedos alargados del sol descansando sobre los restos de alguien. ¿Algo está buscando la manera de salir de aquella prisión de piedra y olvido? ¿Es la fragilidad una manera de llevarnos hacia lo vivo?

Una bóveda en particular me detuvo el aire. Era pequeña, ya casi sin techo. Se podía ver un pedazo de nube dentro de ella. Las puertas estaban encadenadas, oxidadas. Dos ataúdes marrones descubiertos y sucios ocupaban el lugar. Un vitro pequeño, de vidrios azules con la silueta rojiza de la virgen, filtraba un delgado rayo de luz. Fue repentina la belleza que inundó el momento. Podía ver como una luz azul, casi violeta, flotaba en aquel descanso profanado por el olvido, y lo volvía sagrado, casi celestial. No había nadie ahí. El suelo, que alguna vez estuvo tapizado de lajas claras y costosas, habían evanecido. En su lugar, la hierba fresca, salvaje, lleva de savia, verdecían su lugar.

¿Es que nos olvidamos de que la vida siempre encuentra la manera de encontrarnos?

La muerte está hablando. Los ángeles góticos de grandes alas y ojos vacíos, observan sin apuro. Los pinos altos siguen dandole abrigo a los pájaros, los pájaros siguen cantando aunque nadie los escuche ¿o sí?. Las historias se olvidan, pero la vida sigue pujando. Puja para abrirse camino entre esas memorias que ya nadie escucha, entre las ruinas que a pocos importa.
Una huerta sencilla fue el lugar dónde se plantó este bellísimo lugar, con una estética verdaderamente exquisita, sobresaliente. Hay algo en las plantas que las hace más fuertes que la arquitectura sobresaliente y la muerte: siguen a la luz, se alimentan de ella, viven en ella. De alguna manera, nuestras almas son sostenidas, alimentadas, vividas por esa misma luz: ni la muerte puede callar su canto, ni el tiempo encerrarla en sus creaciones casi perfectas. En la luz, la muerte no tiene razón de ser y el tiempo ningún poder sobre el alma. Nuestras roturas humanas son ventanas para que el cielo pueda encontrarnos abiertos a él.

Mientras observaba aquellos féretros, con grandes manijas de bronces, el techo inexistente que alguna vez le dio seguridad y protegió de las tormentas, ahora gozan el privilegio y la osadía de la intemperie. Cuando lo humano y lo celestial se fusionan, crean milagros.

Lorena
Ciocale

 

 

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